¡Que vivan nuestros muertos!

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Desfile de catrines en la Rambla

El domingo, una amiga vasca me pidió que le mandara fotos de la ofrenda que iba a poner este año para mis muertos. Ni se me había ocurrido porque di por hecho que aquí sería imposible hallar adornos y flores, pero me dio pena decírselo, por eso me animé a intentarlo. ¡Quién me iba a decir que encontraría cempasúchitl y mazorcas de maíz de colores en las florerías de Barcelona! Y en la tienda de comestibles mexicanos, la dependienta me dijo que ya no tenía calaveritas de azúcar porque habían volado. Que cada vez más catalanes ponían ofrenda. 

El lunes, otra amiga me mandó la nota del periódico donde se convocaba a un desfile de catrines en la rambla. Se lo comenté a Miri, mi hija y, como me había imaginado, saltó de gusto. El problema es que trabaja toda la semana, por lo cual solo tendría el miércoles, que aquí era feriado, para prepararlo todo. Iré de Monarca, dijo. Tenía las alas que diseñó para el fashion show en el que participó en Sudáfrica hace seis años, una falda larga y negra y una blusa negra de encaje de manga larga que le llega arriba del ombligo, como se llevan hoy. 

El miércoles fabricó su tocado de flores, hizo los moños para la trenza y lo más importante, me pidió una sábana vieja para dibujar y luego pintar con acrílico las alas que llevaría la falda. Por la noche, cuando pegó las aplicaciones, me quedé boquiabierta. ¡Se veía tan linda y elegante!

El sábado, camino a la rambla, Miri, mi amiga y yo íbamos diciendo que igual se presentarían solo tres personas. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa al toparnos con cantidad de hombres y mujeres disfrazados! 

Un catrín con sombrero de copa y una calaca rosa mexicano como estandarte, inició el desfile. Yo tenía planeado ir junto a Miri para sacar fotos. Imposible. La gente se arremolinaba a los costados. Era imposible pasar. ¿Y si la vamos siguiendo atrás?, propuso mi amiga. ¡Claro que no! ¡Solo desfilan los catrines!, le contesté. ¡Pero entonces la perderemos! Terminamos incorporándonos ella, su perrita y yo, a la procesión. Me divertía ver a los turistas deteniendo a los concursantes para sacarles fotos o sacarse fotos con ellos. Y los catrines, entregados a su público. 

Al final, la procesión terminó frente al museo de cera, donde nos detuvieron mientras los jueces deliberaban. Había tres categorías. En la de los finalistas, Miri fue la segunda a la que llamaron y su premio fue un Tequila Cuervo. Hubo dos premios para las familias y al final otorgaron el primero, segundo y tercer lugar. Todos bien merecidos. Había habido de todo: rancheros y mariachis maquillados, catrines con esmoquin y sombrero de copa, niños y adultos vestidos del protagonista de la película Coco, pero donde la imaginación se desbordó fue entre las catrinas. Había todo tipo de sombreros, tocados, corsés, vestidos largos, cortos, tradicionales mexicanos, negros elegantísimos, pero lo que destacaba era el maquillaje de calaveras. ¡Qué fascinación con la muerte!

En todo caso, bendito James Bond que aportó la idea de incluir lo que ya había en un desfile, cosa que a nadie se le había ocurrido. Cuando vi el de la Ciudad de México, ¡qué nostalgia me dio! ¡Qué ganas de haber estado allí! ¡Parecía carnaval brasileño de lo nutrido, bien organizado y hermoso que lo hicieron! 

No solo las ruinas prehispánicas, las playas, la comida, los mariachis, el tequila y el mezcal, sino la muerte es ya aportación de México para el mundo. 

¡Salud por los antepasados! 

 ¡Y que vivan nuestros muertos!