Los moldavos

0
801
Rosa Ana Cronicas Esmeralda

El 28 de julio, la tropa de moldavos que realizaban la remodelación de nuestra nueva casa colocaron al fin el gran ventanal de la sala tras lo cual, como habíamos pactado, se irían de vacaciones, pues comenzaba agosto, mes en el que España se paraliza. 

Un día después, el 29, llegamos Miri, Gustavo y yo a instalarnos, y con nosotros la primera mudanza con los muebles del piso de Miri en Barcelona. Trabajamos sin descanso y a la semana siguiente llegó la segunda mudanza con los muebles de mi piso de Holanda. 

Ha sido el cambio más complicado, difícil y penoso de mi vida porque debíamos hacer caber dos casas en una y porque nuestro nuevo hogar no tiene aire acondicionado. No lo necesita, dijeron los antiguos dueños, y a mediados de agosto, cuando la temperatura subió a 36 grados con sensación de 40, yo sentía que me moría. 

El 20 de agosto los moldavos regresaron con sus caras largas, su urgencia de café y cigarros y su ir y venir hablando en su lengua y echando a andar máquinas ruidosas. El calor continuaba al igual que la sequía que yo desafié dando de beber a mi jardín que agonizaba, seguía habiendo cajas por aquí y por allá y zonas de la casa que prefería no ver porque parecían campamentos de refugiados. Al instante, los moldavos quitaron las puertas por las que habían entrado (y todas las demás) porque las iban a pintar. 

Por aquellos días calculé mal y acepté recibir a la hija de una buena amiga mexicana en casa. Pésima idea. Los moldavos tomaron la habitación de invitados como taller de pintura. Sacaron la cama a la terraza y el escritorio a la sala que acababa de arreglar y volvía a parecer zona de bombardeo. La pobre Camila tuvo que dormir en el sofá, y éramos Miri, Gustavo, Camila, yo mas cuatro moldavos y medio (contando a Iván, el hijo de uno de ellos) viviendo sin puertas. Solo tuvieron la delicadeza de dejar la del baño principal, sin manija ni cerrojo.

No podía leer ni escribir ni seguir acomodando cosas, porque los moldavos iban y venían por toda la casa. Quería uno entrar en la cocina y no podía porque estaban pintando el marco de la puerta; pasar a la recámara y tampoco porque estaban quitando bisagras. Como no podía hacer nada, me puse a ver películas tontas. Vi Bajo el sol de la Toscana y me vi reflejada. Allí estaba yo, Bajo el tórrido sol de la Cataluña profunda, rodeada como la protagonista de la peli, de trabajadores eslavos. Les preparaba café en cuanto llegaban, fruta a la hora de comer y ellos opinaban sobre mis ideas de decoración. Nikolai se burló sin piedad del color que había elegido para el closet de piso a techo y de pared a pared de la recámara principal. Lo odié pero tenía razón. Me costó sangre convencer a todos, a Gustavo, Miri, y a los moldavos de la siguiente opción de color que había elegido, y de todos modos Nikolai llegó con ese mas uno más claro porque le parecía que era demasiado intenso. No lo podía creer, pero luego se me ocurrió utilizar los dos y todos quedamos felices con el resultado.

Cuando los trabajadores de la película terminan, le dan la noticia a la protagonista y la llevan al muro que han levantado en el jardín donde han colocado una inscripción que dice POLONIA, ante la cual todos lloran porque es la despedida. Cuando al fin terminaron los moldavos y colocaron las puertas, nos despedimos entre bromas y los acompañamos a la puerta. Al volver a mi recámara, abrí las puertas del closet. Estaba segura de que en alguna vería escrito: MOLDAVIA. Pero no. No escribieron nada. Qué tristeza.