Cumplir 60 años

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Hoy mi mente es como un USB lleno de experiencias.
Recibí todo lo que pensé que no quería, sólo para darme cuenta de lo poco que sabía sobre mis propios deseos. Decidí no casarme nunca pero hallé al amor de mi vida muy pronto y llevamos 33 años sin soltarnos. No quería tener casa y tuve la más hermosa en un bosque junto a un río. Le advertí a mi amor que no tendría hijos y tuve al par más maravilloso. Encima no he hecho en todo este tiempo sino lo que me apasiona: escribir.

En medio de eso, los naufragios. Los momentos de confusión y tristeza devastadores de la infancia y la adolescencia ocasionados el desamor entre mis padres y mi incapacidad de aceptarme, la muerte de amigos, las crisis económicas, algún chapuzón profundo por las aguas lodosas y hediondas de la depresión y un constante nadar de muertito por mi gusto por el drama. Y así he surcado mis propios océanos soltando ese deseo, esta expectativa, esta otra creencia, esta amiga, este amante, abrazada siempre a mi máquina de escribir.

De mi infancia en los 60 a mi madurez en los 10 del siguiente siglo, logré dejar el país donde nací, irme a otro continente y hasta otro hemisferio para ver una configuración diferente del mundo y lo que se está fraguando a nivel planetario con mis propios ojos.

Simone de Beauvoir afirmaba que la clave para no envejecer era seguir en el ajo y siempre pensé que tenía razón. Sobre todo cuando me percaté de que el mundo adquiría una velocidad imparable. No sólo los días eran más cortos sino la gente que iba llegando al planeta era diferente y las herramientas para comunicarme y vivir con ellos eran nuevas.

Vienen cambios aún mayores, más sorprendentes, pero no inesperados porque he observado, me he informado y me mantengo abierta al cambio, deseosa de abrazarlo.

Pero estar en el ajo no significa sólo estar al pendiente de los cambios en la tecnología sino en el imaginario. Ir de la mano con la transformación de los sueños, del deseo, de la conexión con la belleza. La verdadera forma de seguir en el ajo, pienso yo, es lograr conectar con el alma cambiante del universo. Y estoy convencida de que eso se logra a través del arte, que por cierto, cuando la inteligencia artificial haya sustituido al hombre en todo, quedará como último bastión de lo humano.

A mis 60 años siento la misma trepidación que sentía a los 11. Esa necesidad de ver y hacer, esa urgencia por descubrir en dónde colocar el amor. Son descargas que me dejan exhausta y que hasta hoy sólo he podido resolver sobre el papel. Y el milagro del papel es que pide más. Más atardeceres en Africa, más playas en el Mediterráneo, más calles en cualquier ciudad del mundo del brazo del hombre que amo, más noches de carcajadas viendo cómo mis hijos preparan la cena, más y más restaurantes con los amigos en un abrazo lleno de amor disfrazado de diálogo inacabable. A la caza siempre de esos momentos que hay que dejar ir después, casi inmediatamente, para dejar sitio a la siguiente sorpresa. Conocer a una mujer que está infestada de cáncer, cuyo presente me deja en un profundo silencio interior y a la semana ir hasta Johannesburgo a besar a mi hijo que no he visto en casi un año.

Sobre todo, a mis 60 años me rindo ante la evidencia no sólo de todo lo que me falta por aprender, sino de las ganas que tengo de hacerlo, y de lo mucho que ansío abandonar la persona para que aflore al fin lo que realmente soy.