Tiene ya meses que me abruma lo que sucede en nuestro país. Es que es increíble. Y no hablo del narcopoder, ni de los escándalos políticos de corrupción. Es que pareciera que todo se descompone. Azotó un invierno bastante crudo que parecía querer quedarse para siempre, y como para cerrar con broche de oro soplaron unos vientos que tiraron panorámicos y arrancaron árboles.
Luego leí que el fenómeno de los feminicidios ya le pisaba los talones a la Ciudad de México, en Ecatepec. Posteriormente me enteré de que a principios de marzo se había aprobado un dictamen de ley general de agua para privatizarla y me fui de espaldas. Más tarde, hace un par de días, vi las fotos de tweeter de Montserrat Ramírez, vecina de Chiluca, donde documenta la lenta tala del cerro entre Chiluca y La estadía a fin de construir calles para la nueva urbanización. Me dieron ganas de llorar. ¿Por qué carajos México es el país donde es más fácil robar y destruir?
Para que mi horror fuera perfecto, leí la noticia sobre que los niveles de contaminación se habían disparado de manera alarmante, y que el gobierno de la ciudad, en una “jugada maestra”, había publicado el Nuevo reglamento de tránsito y sacado a la luz el No circula sin importar el holograma. No lo podía creer. Otra vez. Después de que el instaurado por Manuel Camacho Solís a fines de los ochenta probó su ineficacia. Resulta que ahora tenemos segundos pisos y cinco millones de autos. ¿Qué ciudad puede con eso?
Mientras los índices de contaminación se disparaban, proliferaban los baches, los topes, seguían regando jardineras en avenidas clave a mediodía y se acordaba la disminución de la velocidad de conducción.
Las redes sociales -que son verdaderos termómetros del ánimo colectivo- se abarrotaron de memes y quejas en contra de la medida. Hubo incluso quienes se quejaron de las quejas. ¿Pero cómo no va a quejarse el ciudadano común si la sensación de desamparo en la que vive, de abuso, es insoportable? Me imagino a la ciudadanía como un pollo descabezado corriendo de un lado al otro enloquecido. Sin embargo, es hora de superar el victimismo, el desaliento, la falta de esperanza, incluso el enojo. Sabemos que las soluciones no vendrán de parte de la clase política, que para lo único que está es para sacar su tajada de este pastel fácil de comer y repartir que es México.
Entonces, si ha de ser, dependerá de nosotros. Hay tanto por hacer:
1. Regular la circulación de transportes y vehículos de carga que siempre están en pésimas condiciones;
2. Descentralizar las oficinas de gobierno que crean necesidades de servicio;
3. Exigir a las empresas que posibiliten a un porcentaje de sus empleados trabajar desde casa, para que no tengan que moverse.
4. La más importante de todas: enfrentar a los sindicatos de transporte público para modernizarlo, ampliarlo y convertirlo en una alternativa real para el uso del automóvil.
Más las soluciones que siga aportando la gente. Lo que ahora hace falta es organizarnos. Está en manos de nosotros, de la sociedad civil, llevar a cabo lo que el país necesite para revivir.
Y urge.