Escribir en la Toscana

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Rosa Ana Cronicas Esmeralda

En agosto, una amiga catalana, que está en proceso de escribir una novela, me comentó que uno de sus sueños era ir a la Toscana a trabajar. La piel se me puso de gallina. ¿Te apetecería venir?, preguntó. El sí me salió en un brinco. Ella hizo todos los arreglos y el jueves 17 de octubre llegamos a nuestra casita del Valle del Elsa. Era como de muñecas: cocina rústica, dos recámaras y un baño bajo techo, la sala y el comedor en una terraza desde donde teníamos una vista maravillosa a un paisaje clásico de la Toscana.

Y fue la gloria. El ideal de vida. Lo probé. Hoy sé a qué sabe.

Nos despertábamos alrededor de las ocho de la mañana, desayunábamos y recogíamos la cocina. Enseguida salíamos a la terraza a ocupar los sillones.  Claudia absorta en su historia y yo en el material con el que preparo la siguiente parte de la novela que me ocupa desde 2015. Escribir es un oficio que se realiza en soledad, de modo que ambas disfrutábamos el hacernos comentarios o preguntas mientras avanzaba el día, o simplemente levantar la vista y mirar el valle con sus  hileras de cipreses en alguna colina o pacas de cereal en los campos de cultivo.  

Alrededor de la una, yo me metía a bañar mientras ella cocinaba algo sencillo y rápido. Comíamos y mientras ella se bañaba, yo recogía todo y lavaba los trastes. Entonces subíamos a nuestro Panda y nos íbamos por las bellísimas carreteras rumbo a ciudades que no había vuelto a ver en treinta años.

Recorrimos las calles medievales de Volterra, comimos en la terraza de Cortona con vista a la plaza mayor de Arezzo, buscamos la plaza del anfiteatro de Luca, entramos a seguir escribiendo en un café bellísimo en donde el tiempo se había detenido en  Montepulciano, nos maravillamos en Pisa, nos quedamos mudas ante la plaza del Campo en Siena en donde nos instalamos a tomar nuestra vernaccia, que es el vino blanco cultivado y producido cerca de San Gimignano. Florencia fue distinto. Allí no pude trabajar. Era imposible. Dejé a Claudia en un café ante su laptop para irme el día entero a redescubrir la ciudad, deslumbrada.

Y de regreso, volvíamos en coche por las carreteras oscuras después de cenas pantagruélicas en las que me dio por devorar jabalíes. Las luces del Panda nos desvelaban los contornos de los cipreses y el brillo como irreal de los ojos  de ciervos y jabalíes. Sobre todo poníamos nuestras vidas en peligro al conducir con los ojos cerrados por las carcajadas ante las estupideces que se nos ocurrían, y que no podían ser pocas, cuando pasábamos por lugares como Orgia, L´ano o Poggibonsi.

El viaje de trabajo a la Toscana fue muchas cosas. La confirmación de mi capacidad de manifestar mis deseos en la realidad, la prueba del amor infinito de Gustavo quien lo hace todo posible en mi vida, y una inmersión sorprendente y conmovedora en lo enriquecedor y placentero que es contar con una amiga como Claudia.