La Ciudad de México, tres años después

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Estoy en el mercado del Carmen catando mezcales. Vine a dar aquí tras recorrer las empedradas calles de San Angel, dignas y silenciosas. La encargada del puesto me sirve uno y otro trago en pequeños pocillos de peltre adornados con figuras de la lotería. Pruebo el mezcal minero, el de pechuga, el reposado, el madurado en vidrio, todo acompañado con sal de chapulín, de xoconostle, y la mejor: de jamaica. De allí paso al área de restaurantes y me deleito con media tlayuda de frijoles, cecina y queso y otra mitad de guacamole con chapulines.
Sin embargo, quien crea que esto es México, se queda muy corto.
Está el amanecer entre cláxones y sirenas de ambulancia sobre Reforma mientras un comienzo de sol chorrea en los cristales de los rascacielos, porque México es el rayo que me parte, me electriza; y lo recorro iluminando los rincones que amo con la luz que me late por dentro.
En un truco de prestidigitación urbana, una esquina desaparece a cuatro hombres vestidos de amarillo y naranja, que borraban la húmeda huella de la tormenta nocturna y a lo lejos vuela la melena de una niña pintada sobre un muro descascarado.
Autos relucientes fulguran colores; avanzan espantando a la paloma que se posa en la flecha de la Diana.
Recorro las calles del centro entre gente que pasa ensimismada y entre todos trazamos una caligrafía asfáltica cuyo sentido se pierde en la prisa. Paso junto a los porosos y rojizos muros de tezontle de casonas, palacios, iglesias, mientras me ofrecen los servicios de clínicas oftalmológicas, escucho la versión de organillo de la Bikina repetida hasta la saciedad y acabo en la hostería donde ofrecen chile en nogada todo el año.
Es como un zoco: en una calle hay cantidad de negocios que venden cajas de seguridad; en otra, invitaciones; en otra más, vestidos de fiesta y pantuflas. A un costado de la Catedral Metropolitana, cinco mariachis esperan, mientras grupos de danzantes reviven entre fragantes nubes de copal el pasado que ellos imaginan. Más adelante me sobrecogen las largas filas de cráneos del gran tzompantli y admiro la cuidadosa talla de la Coyolxauqui, pero no logro apartar mi atención de ese relato lleno de símbolos que es en sí misma la colosal Tlatecuhtli. ¡Qué huevos para imaginar, encargar y luego esculpir una obra asi!
Llueve y de pronto el mundo cansino y colorido se convierte en un trote gris. Sin hacer distingos, la entrada del Metro se traga tanto a los peatones de este siglo como a los precolombinos que bajan aprisa las escaleras agarrándose los penachos de largas plumas.
Cae un aguacero. Un aguacero como los que caen en México en julio, es decir un aguacero de verdad y por la ventanilla del Uber, en donde las gotas distorsionan la realidad, veo los magníficos autobuses/vagones rojos del metrobús, las marisquerías del Mercado de Mixcoac, las calles de verde empedrado de tanto musgo en esa selva tropical urbana bien manicurada que es Altavista, hasta llegar a la majestuosa Santa Fe, ese desfile de rascacielos que compiten en diseño y belleza. La parte moderna, elitista y aislada de la urbe.
La ciudad de México que me gusta, mezclada con la que recuerdo, con la que imagino y con la que deseo… Cada chilango lleva la suya en el alma.