Heidi Hetzer

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El 12 de diciembre, como parte de nuestro recorrido por las reservas de animales del noreste de Sudáfrica, ingresamos a Hlane, que se halla en Swaziland. Para llegar a nuestra cabaña, esa noche atravesamos una brecha llena de hoyos en plena reserva y llovía. Yo pensaba temerosa qué haríamos si se nos llegaba a ponchar una llanta.
Nuestros celulares no tenían señal y puesto que había animales salvajes, no podía uno bajarse a hacer ninguna reparación. Por fortuna llegamos sin mayor problema.
Al día siguiente fuimos a la entrada de la reserva a desayunar en el bonito restaurante con vista a un abrevadero adonde llegaron a beber un par de elefantes, unos impalas y en donde retozaba un trío de hipopótamos. En el estacionamiento nos sorprendió hallar estacionada una camioneta antigua.
-De quién será -inquirió Orlando, mi hijo.
-De seguro un par de muchachos aventureros. Nadie más puede tripular esto por los caminos de África -contesté.
-No, mai -añadió Miri, mi hija-, debe ser una mujer, ve las fotos de bebés en el tablero y su abanico.
-Pero vean qué interesante -abundó Gustavo-, en el costado de la camioneta pintaron el periplo. Comenzó en Berlín, siguió a Europa del Este, Asia Central, China, el Sudeste Asiático, Australia, nueva Zelanda, luego pasó a Estados Unidos, de allí bajó por Centroamérica, recorrió Sudamérica y de allí pasó a Cape Town.
-Y ahora está aquí. ¡Guau! Entramos al restaurante, nos sentamos, y al poco rato advertimos a una anciana enfrascada en su escritura en la mesa contigua. Llevaba su gorro con gogles de aviador antiguo.
-¡Ella es la dueña de la camioneta!
-exclamó Gustavo en voz baja. Sin más, fui a pararme delante de ella.
-¿Es usted la dueña de la camioneta antigua que está en el estacionamiento?
-Sí -respondió secamente y me miró sin sonreír.
-Sólo quería decirle que es usted una mujer muy valiente. Felicidades. Ni siquiera me contestó. Regresé a nuestra mesa desairada y cuando menos lo esperamos, se acercó.
-Discúlpeme por favor -pidió-, pero este recorrido requiere mucha planeación. El auto es un Hudson Great Eight de 1930 y hago este viaje porque tengo un par de nietos muy pequeños y en un par de años cumpliré ochenta. Yo estoy convencida de que si me quedo en casa viendo la televisión, no alcanzaré a disfrutarlos. Entonces ando recorriendo el mundo para mantenerme viva.
Los cuatro noimage (3)s quedamos mudos, sólo atiné a felicitarla de nuevo sin dejar de pensar que ella había recorrido sola, en una carcacha, a sus casi ochenta años, aquella brecha en la noche, lloviendo, en una reserva de animales salvajes.
Cuando se marchó, Orlando halló en Google que inició su viaje en julio de 2014 con un copiloto de quien se separó en septiembre. Al llegar a Estados Unidos, durante una reparación del auto, sufrió un accidente en el que perdió un dedo. Al llegar a Miami se sintió mal y fue a consultar a un doctor que le anunció que tenía cáncer. Por fortuna el tratamiento fue rápido y pudo seguir su viaje.
-Miren nada más en dónde venimos a encontrar esto -dije con un nudo en la garganta-. Esta mujer no sólo es un ejemplo de cómo envejecer, sino de cómo vivir.

Di gracias a Dios para mis adentros y nos internamos en la reserva.