La integridad en la empresa: un valor antiguo con retos modernos

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En tiempos donde la reputación de una empresa puede desplomarse en cuestión de horas por una filtración en redes sociales, hablar de integridad parece más urgente que nunca. Sin embargo, no deja de sorprender la facilidad con la que algunos directivos la relegan a un eslogan vacío en los informes anuales de sostenibilidad.

En el mundo empresarial, la palabra integridad se escucha con frecuencia, pero rara vez se analiza con la profundidad que merece. Se la asocia con transparencia, honestidad y cumplimiento de normas, aunque en realidad abarca algo más esencial: la coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace.

El concepto es antiguo. Séneca, nacido en Hispania, recordaba que “la honradez se encuentra en hacer lo correcto, aunque nadie lo vea”. Hoy muchas compañías solo parecen preocupadas por ser vistas haciendo lo correcto. La integridad, sin embargo, no consiste en marketing reputacional, sino en la difícil coherencia entre lo que se promete y lo que se hace.

En España y en buena parte de Europa, las empresas han aprendido que la transparencia ya no es optativa. Inditex, por ejemplo, ha reforzado su posición internacional revisando su cadena de suministro y adaptándose a estándares de sostenibilidad. Alemania ofrece otro ejemplo: grupos como Bosch o Siemens han convertido la ética empresarial en parte de su identidad de marca. No obstante, incluso en el continente europeo abundan los casos de greenwashing, donde la integridad se diluye en campañas publicitarias más preocupadas por la forma que por el fondo.

En Hispanoamérica, los desafíos son distintos. En México y Perú, la cuestión es todavía más compleja. La corrupción sistémica obliga a las empresas que quieren diferenciarse a redoblar esfuerzos. En México, algunos grupos industriales han adoptado programas internos de compliance como un modo de blindarse frente a un entorno donde el favoritismo político aún pesa demasiado. En Perú, la minería —sector clave para la economía— se juega su futuro en el delicado equilibrio entre rentabilidad y legitimidad social. La “licencia social” para operar se ha convertido en un examen permanente, donde la integridad no se mide en auditorías, sino en la confianza de comunidades que históricamente han desconfiado de la gran empresa.

Pero más allá de los grandes conglomerados, hay un fenómeno que revela con crudeza la falta de integridad en las economías latinoamericanas: la informalidad. En países como Perú y México, más de la mitad de la fuerza laboral se mueve en la economía sumergida. Esto significa empresas sin registros fiscales, trabajadores sin derechos laborales y consumidores sin garantías mínimas.

La informalidad es presentada muchas veces como una respuesta de supervivencia ante burocracias ineficientes o regulaciones excesivas. Pero no puede negarse que también es un síntoma cultural: la normalización de saltarse las reglas, de no pagar impuestos, de buscar atajos frente a la ley. En palabras de Cicerón, “no hay deber más necesario que el de devolver gratitud”. ¿Cómo se devuelve la gratitud a un país si no se contribuye al sostenimiento de su educación, su sanidad o su infraestructura a través de los impuestos? La informalidad, en este sentido, erosiona los cimientos de la integridad colectiva y condena a la región a un círculo vicioso de desconfianza institucional.

La empresa no flota en el vacío. Sus prácticas son un espejo de la sociedad donde nace. Allí donde la educación enseña ética, civismo y respeto a la ley, la integridad empresarial florece casi de manera natural. Cuando la escuela falla, el vacío lo llenan la picaresca y el clientelismo.

En España, las políticas educativas han buscado en las últimas décadas introducir la educación en ciudadanía, aunque no sin polémica. En México y Perú, el desafío es aún mayor: consolidar instituciones sólidas que no obliguen al empresario honesto a competir en desventaja frente a quien se salta las reglas.

La integridad es incómoda porque exige sacrificios. Significa renunciar a contratos fáciles, a beneficios inmediatos o a atajos que, aunque legales, no son legítimos. Y, sin embargo, la incoherencia tiene un precio mucho más alto: empresas multinacionales han perdido mercados enteros tras escándalos de corrupción o manipulación contable. La lección es clara: la integridad no es una virtud decorativa, es una estrategia de supervivencia. Aristóteles decía que “el hombre honesto se distingue en que sus actos concuerdan con sus palabras”. Lo mismo debería exigirse a nuestras empresas. No basta con declarar principios éticos: es preciso demostrar, día tras día, que se actúa con ellos, incluso cuando nadie está mirando. Y si no lo entienden, que lo aprendan en carne propia: el mercado, cada vez más informado y exigente, no perdona la incoherencia.