

Tanto en la antigua Roma como en el pensamiento de Montesquieu, el respeto por las leyes y la integridad del poder judicial fueron considerados pilares esenciales para el buen gobierno y la libertad de las personas.
En el contexto romano, si bien no existía una teoría formal de separación de poderes, se practicaba una distribución funcional entre diversas instituciones con el propósito de evitar la concentración del poder. Los jueces, aunque no profesionales en el sentido moderno, eran depositarios del ius, y la justicia se entendía como la voluntad constante de otorgar a cada quien lo que le corresponde. Para Cicerón, “somos siervos de las leyes para poder ser libres”, enfatizando la noción de que la subordinación al derecho constituía una garantía tanto de libertad como de orden.
Por su parte, Montesquieu retomó esta tradición y la convirtió en una teoría política fundamental dentro del constitucionalismo moderno. Desde su perspectiva, el poder judicial debía caracterizarse por su independencia, imparcialidad y moderación, y sostenía que únicamente a través de una separación clara entre el poder legislativo, ejecutivo y judicial era posible preservar la libertad. Según su célebre afirmación, “el poder debe frenar al poder”, destacando que solo un poder judicial autónomo puede proteger a la ciudadanía de eventuales abusos por parte del Estado.
Tanto la tradición clásica como la ilustrada convergen en la idea de que un sistema judicial sólido, independiente y respetado constituye una condición indispensable para la estabilidad institucional, el desarrollo económico y la salvaguardia de las libertades individuales. Ignorar esta lección histórica no solo debilita los principios democráticos, sino que también pone en riesgo los fundamentos mismos del Estado de derecho.
En las últimas décadas, la independencia judicial ha sido uno de los pilares fundamentales para garantizar la seguridad jurídica, clave para el desarrollo económico y la confianza empresarial. Sin embargo, en varios países democráticos, los intentos de los gobiernos por influir en el poder judicial —ya sea a través de la designación de jueces afines, reformas estructurales o presiones directas a fiscales— han generado preocupación no solo en el ámbito político, sino también en el económico y empresarial. México, España y Estados Unidos ofrecen tres ejemplos distintos de cómo esta tensión entre el poder ejecutivo y judicial puede tener repercusiones en la estabilidad económica.
El expresidente de México, Andrés Manuel López Obrador, propuso una reforma judicial para que jueces y magistrados sean elegidos por voto popular, en respuesta a fallos contrarios a sus políticas en infraestructura y energía. Las reformas judiciales propuestas por su gobierno han sido respaldadas por la presidenta Claudia Sheinbaum, orientadas a cambiar el proceso de selección de jueces por un voto popular y ampliar el control político sobre el sistema judicial que han generado inquietud en los círculos empresariales nacionales e internacionales.
En su momento, las organizaciones empresariales como la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) advirtieron que la reforma podría minar la confianza para invertir en México, afectando la captación de inversión extranjera directa en un contexto global favorable para el país y que la reforma impactará negativamente el desarrollo económico y el escalamiento productivo de las micro, pequeñas y medianas empresas.
El impacto económico que puede tener estas elecciones judiciales se concreta en tres posibilidades: la desaceleración de la inversión donde diversas empresas extranjeras han mostrado reticencia a invertir en sectores estratégicos como la energía o las telecomunicaciones, debido a la percepción de un sistema judicial parcial y susceptible a la influencia política ; la inseguridad jurídica donde la falta de certeza sobre la imparcialidad y estabilidad del sistema judicial incrementa los riesgos legales y financieros asociados a los litigios en curso, lo que encarece y desincentiva la inversión y la fuga de capitales donde , en determinados sectores, se ha registrado una reorientación de inversiones y una salida de capitales hacia países que ofrecen un entorno institucional más predecible y seguro.
En España, el Gobierno presidido por Pedro Sánchez ha promovido diversas reformas en el ámbito judicial que han suscitado un intenso debate sobre la autonomía del poder judicial y su interacción con el poder ejecutivo. Entre las iniciativas más destacadas se encuentran la reforma del Estatuto de la Fiscalía, las modificaciones en los procedimientos de acceso a la carrera judicial y fiscal, los cambios estructurales en la composición de los órganos judiciales y la limitación de la acusación popular. Estas propuestas han sido impulsadas con el objetivo declarado de modernizar y democratizar el sistema judicial, aunque su implementación sin un consenso amplio ha generado inquietudes acerca de un posible debilitamiento de la independencia judicial. Asociaciones de jueces y fiscales han expresado su preocupación por las repercusiones de estas reformas, señalando que podrían comprometer los principios fundamentales de imparcialidad y equilibrio entre los poderes del Estado.
La economía española también enfrenta impactos significativos como resultado de las reformas judiciales promovidas por el gobierno. Estas acciones han generado una creciente inseguridad regulatoria, afectando a las empresas que dependen de resoluciones judiciales en ámbitos fiscales, laborales o administrativos, y dificultando su capacidad de planificación estratégica. Asimismo, se observa un deterioro reputacional, derivado de la percepción de una administración de la justicia influenciada por intereses políticos, lo que debilita la imagen de España como un destino confiable para la inversión internacional. Por último, la desigualdad ante la ley, evidenciada cuando ciertos actores económicos perciben que pueden influir en decisiones judiciales mediante el poder político, compromete la equidad y la estabilidad del entorno empresarial.
Por último, en los Estados Unidos, las acciones emprendidas por Donald Trump han suscitado inquietudes entre especialistas y observadores acerca de una posible erosión del Estado de derecho en el país. La confrontación directa con el poder judicial, así como los intentos de consolidar el poder del Ejecutivo, podrían establecer precedentes que comprometan la independencia judicial y alteren el equilibrio de poderes estipulado en la Constitución.
Desde su retorno a la presidencia, Trump ha manifestado públicamente su desacuerdo con las resoluciones emitidas por jueces federales que han bloqueado algunas de sus políticas. Además, ha firmado órdenes ejecutivas destinadas a aumentar el control por parte del Ejecutivo y ha concedido indultos que cuestionan el sistema judicial vigente. Estas acciones han sido interpretadas como intentos de influir en decisiones judiciales y regulatorias, generando incertidumbre en el entorno empresarial.
La independencia judicial es fundamental para garantizar un entorno empresarial estable y predecible. Las intervenciones gubernamentales en el poder judicial en México, España y Estados Unidos han generado preocupaciones sobre la seguridad jurídica, afectando la confianza de los inversionistas y el desarrollo económico. Es esencial que los gobiernos respeten la separación de poderes para fomentar un clima de inversión favorable y sostenible.