Comencé en 2015 en Sudáfrica, el país con los mejores cortes de carne roja. Era un despropósito, pero un día lo decidí. Sin embargo seguía comiendo pollo y pescado. Conforme el tiempo pasó, no solo me enteré del impacto de la ganadería y la pesca en el planeta sino de cómo tratan a los animales en las granjas.
Entonces a una gran amiga le diagnosticaron cáncer de mama. Lo primero que hizo fue investigar. Se enteró de que debía alcalinizar su cuerpo, pues en un entorno alcalino, las células cancerígenas, o de cualquier otra enfermedad, mueren. Dejó los lácteos, las harinas blancas, el azúcar, el gluten y todo tipo de carne. Me enseñó que ésa era la manera correcta de comer.
Encima, a través de maestros, vídeos de internet y cantidad de libros, me enteré de que la Tierra comenzó en 2012 un proceso de evolución. Resulta que cada 26 000 años, nuestro sistema solar da una vuelta completa a Alción, el sol central de las Pléyades. Cuando entremos en el cinturón de fotones que orbita alrededor de este cúmulo estelar, recibiremos una cantidad muy grande de energía fotónica que nuestro cuerpo deberá ser capaz de resistir. Y la manera es, justamente, alcalinizándonos.
Aunque la verdad es que todavía no logro llevar a cabo el proceso como debiera, pues mi Tauro me hace flaquear (¿o mejor dicho gordear?) por las tortillas, el jamón y el queso cuando vengo a España, he logrado sustituir la leche por bebidas de avena y arroz, el pan por tortitas de arroz, ya no como tejido muerto y las pastas que compro son a base de legumbres. Ya casi no consumo queso ni tortillas ni Coca Cola. Eso sí, aún como postres y, desde luego, chocolate. Dejarlo sí que será la prueba final de mi compromiso para conmigo misma.Poco antes de Navidad, merodeando en Facebook, hallé un video de una buena amiga quien, como actividad con los miembros de su equipo de vendedores, organizó una cena en una especie de cocina industrial. Se los ve pasándolo bomba. Ríen, charlan, dan tragos a su copa de vino mientras se mueven alrededor de la mesa. Entre todos maceran el cuerpo blanquecino y rígido de un lechón, que la cámara muestra bocabajo, con las cuatro patas extendidas y los ojos cerrados. Los cocineros-invitados-vendedores, cubiertos con guantes azules, lo untan mientras bromean. En la cara, la cola, la espalda. Es un niño. Le envuelven las orejas, las manos, los pies y la cola en papel aluminio y, por fin, uno de ellos lo alza en una bandeja y lo mete al horno. Mientras, los cocineros siguen preparando más carne, que pareciera ser de res, ensaladas, el postre. Al final, victoriosos, muestran el cuerpo del niño. Rojizo, en algunos sitios negrusco, con una rebanada de piña en la boca. Todos aplauden. Alguien levanta un plato y con él lo descuartiza. Los comensales se acercan, alegres, a coger una porción que devoran con las manos arrugando la nariz y cerrando los ojos. Debe estar delicioso. Pero a mí, en vez de antojárseme, me provoca una extraña sensación. Es como si la venda se me hubiera caído de los ojos y solo atino a preguntarme. ¿Pero en dónde hemos estado? ¿En dónde estamos aún como especie devorando seres vivos? ¡Qué salvajada!