

La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos señala que existen tres poderes: el Ejecutivo, Legislativo y Judicial; sin embargo, existe uno más, ese poder que no aparece en la Carta Magna, un poder que no rinde cuentas ante urnas ni depende de Decretos, este poder no necesita uniforme, ni palacio, ni seguridad o vehículos blindados; el periodismo, ese llamado cuarto poder, se yergue como una fuerza capaz de vigilar a los otros tres, cuestionarlos e incluso exhibirlos cuando la verdad así lo exige. Es la única institución que nace del pueblo y para el pueblo; una voz incómoda que, en su esencia más noble, no se arrodilla ante nadie.
Los periodistas han demostrado, a lo largo de la historia contemporánea, que una investigación bien fundamentada puede derribar gobiernos, desmantelar redes criminales, salvar vidas o, por el contrario, hundir reputaciones construidas durante décadas. La información es un arma tan poderosa como la ley, el dinero o las decisiones políticas. Quien controla lo que se sabe, controla también lo que se piensa.
En un mundo donde la corrupción se oculta tras expedientes clasificados, el periodismo se convierte en el faro que ilumina lo que otros pretenden condenar a la penumbra. Ningún otro poder es capaz de hablarle de frente a la autoridad y exigirle respuestas. El reportero, armado con una libreta y un micrófono, puede desafiar a los más altos funcionarios con una sola pregunta: “¿Qué están ocultando?”. En ese instante, queda al descubierto la grandeza de este oficio: no necesita permiso para cuestionar.
Pero esa grandeza también implica una enorme responsabilidad. La palabra pública tiene consecuencias; una publicación puede cambiar el rumbo de un país, impulsar a un ciudadano común al escenario del reconocimiento o destruir la imagen de un líder en cuestión de segundos. El periodismo construye y destruye prestigios porque es el guardián del relato social. Cuando se hace con ética, da voz a los que no la tienen y se convierte en un aliado indispensable de la justicia. Cuando se practica desde la mentira, el rumor o la ambición, se vuelve un instrumento de manipulación que hiere a inocentes y socava la confianza pública.
Esa dualidad convierte al periodismo en un poder mayor que cualquier otro: no tiene límites definidos. El Estado puede sancionar, los empresarios pueden despedir y los jueces pueden sentenciar, pero ninguna institución tiene la capacidad de influir en la percepción colectiva tan rápido como un titular en portada o una nota viralizada en segundos. En la era digital, una verdad —o una falsedad— puede recorrer el planeta antes de que el afectado alcance a defenderse.
Los periodistas trabajan con la materia más frágil e inflamable: la verdad; ya que cuando se libera, no siempre es bien recibida. Por eso se intenta callarlos, desacreditarlos o intimidarlos, pero la historia demuestra que mientras exista una persona dispuesta a contar lo que ve, este cuarto poder seguirá rompiendo silencio, su fuerza no reside únicamente en los medios de comunicación, sino en cada lector, escucha o espectador que exige rendición de cuentas.
Mientras en el mundo haya injusticias que denunciar, secretos que revelar y voces que amplificar, el cuarto poder continuará siendo el más temido y respetado, no tiene ejército, pero tiene la confianza de la sociedad; no dicta sentencias, pero condena la impunidad; no redacta leyes, pero obliga a que se cumplan. El periodismo, con todas sus aristas y contradicciones, seguirá siendo la muestra más clara de que la palabra puede cambiarlo todo, este sin duda es, un punto y aparte.