El costo del rechazo: cuando la homofobia escolar empuja al abandono y las drogas

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Por: Alma Liliana Pino Reyes

Daniel tenía 12 años cuando empezó a sufrir burlas por parte de sus compañeros, su forma de caminar, su tono de voz, que no le gustara el fútbol fueron causas suficientes para vivir un infierno en la primaria, tenía la esperanza de que en la secundaria todo fuera distinto, “todos son más maduros y empiezan a aceptar que me gustan los hombres”, pero no fue así a los 16 dejó de asistir a la secundaria. Lo que comenzó como bromas homofóbicas se transformó en empujones, burlas, aislamiento, maltratos. La escuela nunca intervino; los profesores guardaron silencio, algunos contribuyeron a las burlas. En casa, tampoco encontró respaldo, “que vergüenza tener un hijo maricon”. Con el tiempo, halló en un grupo de la colonia lo que no obtuvo en su escuela, aceptación. Pero esa supuesta “inclusión” venía acompañada de marihuana y cristal. Daniel abandonó los estudios y comenzó a consumir, pero sobre todo dejó de creer en un futuro.

Y cómo está, su historia se repite con distintos nombres en todo el país.

Lo grave no es solo la burla de los compañeros, sino el silencio de los adultos. Cada vez que un maestro ignora un insulto homofóbico, cada vez que una autoridad escolar decide “no meterse en problemas”, refuerza la idea de que ser distinto es motivo suficiente para ser marginado. Ese silencio se convierte en complicidad.

México es un país machista, en donde la homofobia en las escuelas sigue siendo un enemigo invisible y tolerado, disfrazado de “broma” o “cosas de adolescentes”. Pero detrás de cada chiste cruel hay un joven que siente que no pertenece, que carga con la vergüenza impuesta por otros, y que muchas veces prefiere abandonar antes de seguir soportando.

El abandono escolar no es un accidente; es el resultado de un sistema que expulsa a quienes no encajan en el molde un molde que no se sabe quién forjó. La escuela, en lugar de ser refugio, se convierte en cárcel. Y cuando la puerta de la educación se cierra, otras puertas se abren: las de la calle, las de la soledad, las del abandono, las de las etiquetas y con demasiada frecuencia, las de las drogas.

Muchos jóvenes terminan refugiándose en el alcohol, en la marihuana y actualmente  en el cristal, no porque quieran “perderse o suicidarse” sino porque allí encuentran lo que la escuela les negó: un lugar donde no son juzgados por quiénes son, un lugar donde en realidad se sienten vivos.

sí en casa no se sienten apoyados si en un lugar en donde en teoría deberías ser aceptado y respetado solo señalan por ser diferente, en ese lugar donde eres aceptado, en donde nadie te juzga por tus gustos, tus preferencias, tu forma de hablar en ese grupo donde todos se sienten diferentes, rechazados todos se sienten abrumados por la sociedad, ese lugar donde los excesos te hacen sentir menos dolor, en donde la fiesta y la diversión nunca se acaba, pero cuando se pretende salir de ese círculo porque empieza a ser más doloroso que satisfactorio en ese momento ya no se puede salir. 

No podemos seguir culpando solo al adolescente. La responsabilidad es de todos, cuando una familia prefiere callar, cuando un maestro “se voltea” para no ver, cuando una sociedad minimiza la homofobia como si fuera algo menor, todos participan en el fracaso. Y ese fracaso no se mide en calificaciones, se mide en vidas truncas, vidas llenas de excesos, vidas de sufrimiento y vidas en donde encuentras tu aceptación en la perdición.

Hablar de diversidad en la escuela no es un lujo ni un “tema secundario”: es una urgencia. La homofobia no solo hiere, expulsa. Y al expulsar, condena. Cada Daniel que deja la escuela y se refugia en las drogas es un recordatorio brutal de que el silencio y la indiferencia son tan dañinos como la burla misma.