“La democracia es un festín de excesos” – Platón

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francisco rodriguez

Imaginemos un banquete en el que cada ciudadano se sirve del platillo de la libertad a su entero antojo. Todo mundo piensa en empacharse. Unos quieren seguridad, otros igualdad. Una gula colectiva.

En la democracia todos piensan en deseos inmediatos y de fácil satisfacción. Cuando un país cae en el gobierno de la “demos”, el pobre desea lo mismo que el rico sin mayor mérito, el jóven desafía al viejo, el alumno pretende corregir al maestro. Todo el mundo se siente soberano. El problema es que cuando todos mandan, nadie gobierna ya.

Lo que parece emancipación, pronto se convierte en caos de libertad. La libertad ilimitada iguala medianamente a todos. Ninguna voz es diferente de la otra. Pero pronto la multitud advierte que la libertad no resuelve nada. Hay miedo al caos y a la falta de certeza. Aquí aparece el salvador como el remedio a todos los males. Lo que empieza como liberación termina en la más ciega de las sumisiones.

Bien decía Aristóteles que la democracia lleva en sí misma la semilla de su muerte: la demagogia, el gobierno de los deseos inmediatos. En ese sentido, la democracia muere por la erosión constante de discursos que envuelven al colectivo mientras lo conducen a la ruina.

Aquí también entra Maquiavelo: el príncipe concede migajas de esperanza mientras oculta la maquinaria de poder; de esa manera la multitud será el peón que recibe monedas falsas, mientras aplaude a quien conoce sus debilidades. Pero el peón nunca reconoce la máscara; por el contrario, acepta la astucia como la virtud más noble de su gobernante.

La democracia promete que todos tienen la misma voz. Pero esa condición no conduce a la excelencia, sino a la mediocridad. Aquí el consenso se impone ciegamente como dogma y la diferencia se percibe como amenaza. La gran voz de la mayoría ahoga los  débiles sollozos de la diversidad.

Singular consecuencia: el hombre común se erige en juez supremo. El hombre  masa (común) no aspira a mejorarse, sino a que todo mundo descienda irremediablemente a su nivel. Cuando el hombre común logra el poder, el resultado es un régimen de mediocridad obligatoria en el que lo extraordinario es visto como elitista. Aquí se cierra el círculo: el colectivo elige a quien se parece a él en sus defectos y perjuicios. El ciudadano se siente poderoso por votar, sin darse cuenta que el voto lo diluye en la nada. Es el triunfo del promedio sobre la excelencia.Así, la democracia falla desde sus entrañas, ya que produce una sociedad gris donde nadie destaca demasiado, ni exige, ni arriesga demasiado. Es el régimen de la mediocridad igualadora. La democracia produce líderes comunes para una multitud común; líderes rasos para una multitud sin rangos. Esta es la esencia de la democracia moderna. No hay más.