

En 1960, el mundo descubrió que un debate podía ganarse o perderse según la pantalla. Quienes siguieron por radio el enfrentamiento entre John F. Kennedy y Richard Nixon creyeron que Nixon había estado más sólido; quienes lo vieron por televisión se convencieron de que Kennedy era el claro ganador. Fue la primera prueba de que la tecnología no solo transmite la política: la transforma.
La irrupción de Internet en los años noventa abrió un nuevo capítulo. La política dejó de ser un monólogo en mítines o entrevistas para convertirse en conversación: foros, correos electrónicos y páginas web inauguraron una dinámica distinta. Y con la llegada de Facebook en 2004 y Twitter en 2006, los líderes encontraron un escenario inmediato, global y viral.
La Primavera Árabe (2010–2012) demostró que un hashtag podía derribar gobiernos. Las plazas se llenaban porque antes se habían llenado los muros digitales. Y poco después, Donald Trump elevó el fenómeno a escala planetaria: un presidente que gobernaba con tuits, capaz de mover mercados, provocar crisis diplomáticas y dictar la agenda mediática con 140 caracteres.
Hoy, en 2025, la historia no se detiene. Dos ejemplos recientes marcan el inicio de un tiempo nuevo. En Albania, el gobierno presentó a Diella, una ministra virtual creada con inteligencia artificial para supervisar la contratación pública. Un experimento que abre preguntas inquietantes: ¿puede un algoritmo garantizar transparencia y eficiencia? ¿Quién responde cuando se equivoca una máquina?
En paralelo, Nepal fue escenario de una protesta inédita. Miles de jóvenes de la llamada “Generación Z” se organizaron en Discord, una plataforma concebida para videojuegos, y desde ahí articularon demandas, propuestas y consensos. De ese proceso emergió la figura de Sushila Karki, exjueza de la Corte Suprema, quien fue juramentada como primera ministra interina, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar el cargo en ese país. Su legitimidad no vino de un partido tradicional, sino de la fuerza social que se congregó en servidores digitales.
De Kennedy a Karki, pasando por Diella, la política ha transitado de la televisión a la inteligencia artificial, de los mítines a los algoritmos, de las plazas públicas a los servidores en línea. El poder ya no se entiende sin la tecnología: hoy los líderes deben escuchar en tiempo real, interpretar datos, leer emociones colectivas y responder con rapidez.
La moraleja es clara: la política no se extingue en la era digital, pero cambia de reglas. Y quien no entienda el papel de las pantallas, las redes y ahora los algoritmos, corre el riesgo de quedarse fuera de la conversación que define el futuro.