La confrontación de Noroña y la urgencia de elevar el debate legislativo

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mayte garcia mira vete

Gerardo Fernández Noroña es, sin duda, un político acostumbrado a la confrontación. Su estilo directo, colérico y con frecuencia agresivo se ha convertido en su marca personal. Sin embargo, lo que en algún momento pudo parecer un recurso para sacudir conciencias o provocar discusión, hoy resulta un lastre para el nivel de la política mexicana.

El problema no radica únicamente en la personalidad de un legislador, sino en la manera en que esta actitud se normaliza dentro de la máxima tribuna del país. El Congreso de la Unión, sede de la representación popular, debería ser el espacio en el que se construyen consensos, se debaten ideas y se confrontan proyectos de nación con argumentos, no con insultos ni descalificaciones.

La reciente confrontación entre Noroña y Alejandro Moreno ejemplifica esta degradación. Ninguno de los dos actuó a la altura de la responsabilidad histórica que conlleva ocupar un escaño o una curul en el Poder Legislativo. En lugar de defender principios, discutir políticas públicas o presentar soluciones a los problemas nacionales, ambos se enfrascaron en una disputa personal que poco o nada aporta a la ciudadanía.

Conviene recordar que los legisladores no están ahí para lucirse ni para dirimir enemistades personales, sino para cumplir con un mandato que la Constitución y la ciudadanía les otorgan. Ese mandato es claro y fundamental. Nada de esto se cumple con gritos, manotazos o acusaciones vacías. La responsabilidad de un legislador es institucional, no personal; es histórica, no coyuntural.

En una democracia madura, las ofensas —ya sean físicas o verbales— están absolutamente fuera de lugar. Un legislador no puede normalizar la violencia en ninguna de sus formas, ni dentro ni fuera del recinto parlamentario. Su conducta debe ser ejemplar, cuidando forma y fondo en cada intervención, en cada postura y en cada voto.

El Congreso debe ser un espacio que eduque con el ejemplo, que muestre a la sociedad que es posible disentir sin destruir, debatir sin agredir y confrontar sin anular. La tribuna es, después de todo, una escuela viva de democracia: lo que ahí ocurre trasciende las paredes del recinto y envía mensajes directos a millones de ciudadanos.

La democracia no se defiende con golpes bajos ni con discursos vacíos. Se defiende con leyes sólidas, con transparencia, con rendición de cuentas, con un debate riguroso de ideas y con un respeto irrestricto a las instituciones. Cada vez que un legislador convierte la tribuna en un espectáculo de gritos o descalificaciones, erosiona esa democracia y contribuye al desencanto ciudadano.

Lo que México necesita no es un parlamento de protagonistas ni de agitadores, sino de representantes que comprendan la magnitud de su encargo. Representar al pueblo exige alturas morales y políticas que vayan mucho más allá del cálculo personal o de la confrontación mediática.

Hoy más que nunca, México requiere que sus legisladores eleven el debate público, lo promuevan y lo defiendan con seriedad. Que comprendan que el mandato que recibieron no es un cheque en blanco, sino una encomienda temporal al servicio de la ciudadanía. Que cuiden la democracia y sus instituciones, no con palabras huecas, sino con hechos, con proyectos de ley, con vigilancia del gasto, con defensa de los derechos y con propuestas que transformen la vida cotidiana de millones de personas.

La política requiere pasión, pero no puede confundirse con provocación. La tribuna requiere firmeza, pero no se debe degradar en violencia. Lo que está en juego no es la reputación de un legislador ni el honor de un partido, sino la credibilidad del Poder Legislativo como pilar de la democracia mexicana.

Y eso, al parecer, muchos legisladores y legisladoras, aún no lo alcanzan a  comprender todavía.