

En 1987 Gustavo y yo nos vinimos de mochileros a Europa. Durante los trayectos entre países, yo no hacía más que leer a Proust. Por aquella época me daba por leer la obra completa de los autores que me enganchaban. Fue así como leí los siete tomos de En busca del tiempo perdido.
Recuerdo que dejábamos el hostal en donde nos hospedábamos muy temprano, tal vez las ocho y media de la mañana y nos dirigíamos a la estación de trenes para ir a la ciudad que tocaba. Mientras Gustavo miraba los paisajes por la ventanilla, yo venía abismada en esa prosa de Proust que tanto me gustó. Esas frases largas y sinuosas, llenas de digresiones y metáforas envolventes presentadas en largas subordinadas que avanzaban con toda lentitud hacia un punto central que uno iba descubriendo sin darse cuenta.
Me fui metiendo tanto en el universo proustiano que no exagero cuando digo que llegué a querer a esos personajes. Me encantaba imaginarlos moviéndose en ese universo de lujo y de ocio erudito y snob. En mi mente aparecían sus trajes tan meticulosamente descritos, aquel París elegante, las catedrales ante las que el narrador se quedaba anonadado, y las temporadas en el balneario ficticio de Balbec, situado en la costa de Normandía. Me llamaba la atención la fuerza con la que el escritor reflejaba la inmensa sensibilidad del narrador que conducía a una constante reverencia ante la belleza.
Ya desde ese entonces sabía que quería dedicarme a la literatura. ¿De qué manera? Eso sí no lo sabía aún. Cualquiera me valía. Ojalá como escritora, pero también podía ser como editora, crítica literaria, profesora, traductora o hasta lectora. Por eso el ecosistema proustiano me atrapó. Y de todos los personajes, del que leía con más fascinación era de Bergotte. Luego me enteré de que Proust se había inspirado enAnatole France. Desde luego fui a husmear y me encontré con el Crimen de Silvestre Bonnard, que resultó una sorpresa deliciosa, exquisita. Posteriormente, cuando entré al Programa para la formación de traductores del Colegio de México en 1985, con veintisiete años, lo traduje y lo presenté a Bellas Artes para el premio Alfonso X de Traducción Literaria. Gané el primer lugar.
Por todo esto, no me podía perder la exposición Proust y las artes que se presenta en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Estuve ayer, viernes 30 de mayo. La exposición muestra pinturas que hacen referencia a los escritos y las preocupaciones estéticas, intelectuales, políticas e íntimas de Proust. Sin embargo, lo mejor y que me conmovió más fue poder poner rostro al fin a los personajes.
Me emocionó mucho ver a Swann (inspirado en el escritor Charles Hass pintado en el cuadro El Círculo de la Rue Royale de James Tissot); a Odette (inspirada en Laure Hayman, pintada por Raimundo de Madrazo); a la famosa Berma, que no era nada más ni nada menos que Sarah Bernhardt, en un espléndido cuadro pintado por Georges Jules Victor Clairin; a mi amado Anatole France en un busto esculpido por Émile Antoine; a la condesa de Guermantes (inspirada en Élisabeth de Caraman-Chimay, condesa de Greffulhe, de quien aparece una foto con un vestido magnífico); y al barón de Charlus, cuyo modelo fue el poeta Robert de Montesquieu, pintado por Giovanni Boldini, Lucien Doucet y Antonio de La Gandara. Me conmovió ver una foto de Proust a los 15 años junto al famoso retrato que le pintó Jacques-Émile Blanche. Yo sabía que el personaje de Albertine, de quien el narrador está tan enamorado, era hombre, pero no sabía que había sido su chofer y secretario, Alfred Agostinelli, cuya muerte trágica lo sumió en la desesperación y de quien hay fotos también.
Por último, fue muy emocionante ver las primeras ediciones de los siete tomos, el primero de los cuales fue publicado en 1922. Luego sobrevino la Primera Guerra Mundial, que ocasiónó que el tomo II apareciera hasta 1918. Luego el III en 1920 y el IV en 1921. Proust muere en 1922 sin ver la publicación de los otros tres. Él, que dudaba tanto de su valía como escritor, nunca se enteró del tamaño del éxito de su obra. Cómo iba a sospechar que se erguiría como uno de los autores más influyentes del siglo XX.
Y ahora que justamente me encuentro en el proceso de corrección de las galeradas de Luz en la oscuridad, el siguiente tomo de la trilogía que comencé con Susurros de libertad, y que en la editorial me han recomendado que no haga tantas para no arruinar la maquetación, veo enternecida las correcciones infinitas que Proust hacía sobre las mismísimas pruebas de imprenta. Me imagino la cara de su editor al recibir esa escritura en pluma metálica, apretada e ilegible. Y todo cierra con un dibujo de Paul-César Helen, basado en la fotografía tomada por Emmanuel Souter de Marcel Proust en el lecho de muerte en 1922. Y dos autorretratos de Rembrandt, uno de juventud y otro de vejez, que simbolizan, el primero, el Tiempo perdido, y el otro, el Tiempo recobrado. Voy de uno al otro admirando, notando cómo fijan los ojos en el observador, pasando los ojos, engolosinada, por cada pliegue de la piel, de las telas, por cada joya y me voy pensando, mientras salgo del museo, cuánto le debe nuestro corazón a estos gigantes.