Justicia en la encrucijada: el poder de elegir y el deber de construir

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mayte garcia mira vete

Este 1 de junio de 2025, México vivió un hecho inédito en su historia y en la del mundo: por primera vez, la ciudadanía acudió a las urnas para elegir de forma directa a quienes integrarán el Poder Judicial de la Federación y de 19 entidades del país. Cerca de 100 millones de personas fueron convocadas a decidir sobre más de 2,600 cargos, desde ministros de la Suprema Corte hasta jueces de distrito y magistrados locales. Una jornada ambiciosa, con más de 600 millones de boletas y 84 mil casillas instaladas, que pretendía democratizar la justicia y acercarla al pueblo.

Sin embargo, como todo proceso fundacional, esta elección también estuvo rodeada de dudas, cuestionamientos y desafíos. La complejidad del mecanismo, la sobrecarga de papeletas y, sobre todo, la escasa información sobre los perfiles de quienes buscaban impartir justicia, generó confusión y desinterés en buena parte de la población. Un número importante de ciudadanos no logró identificar la relevancia de su voto ni las implicaciones de su decisión.

El objetivo de fortalecer la legitimidad del Poder Judicial es, sin duda, encomiable. Sin embargo, se vuelve crucial detenernos y reflexionar si el camino elegido garantiza, en los hechos, los principios que deben regir a la justicia: independencia, imparcialidad, objetividad y preparación técnica. La historia judicial mexicana ha sido imperfecta, pero ha contado con mecanismos técnicos, como exámenes y evaluaciones rigurosas, que buscaban asegurar que los jueces y magistrados tuvieran el conocimiento y la ética necesarias para ejercer su encargo. Al sustituir esos filtros por procesos de elección popular, corremos el riesgo de confundir representatividad con idoneidad.

Uno de los casos más discutidos en este contexto ha sido el de la ministra Lenia Batres. Más allá del debate político, es importante subrayar que las críticas hacia sus posturas jurídicas y conocimientos constitucionales reflejan una preocupación legítima sobre la formación de quienes deben proteger el orden legal. El reto no es personal, sino estructural: ¿cómo aseguramos que quienes llegan al más alto tribunal de justicia cuenten con la preparación y solvencia necesarias para decidir con autonomía, y no bajo intereses o simpatías coyunturales?

La historia del Rey Salomón puede servirnos de referencia en este momento. Su famosa sentencia, al resolver un conflicto entre dos mujeres que reclamaban ser madres de un mismo niño, no solo evidenció sabiduría, sino también independencia y sentido de justicia. Su decisión no se basó en emociones ni en favoritismos, sino en la observación profunda del comportamiento humano y en la búsqueda del bien superior. Hoy, más que nunca, necesitamos juzgadores que, como Salomón, sean capaces de poner la razón, la equidad y la ley por encima de intereses particulares.

En este sentido, este nuevo modelo judicial ha sido señalado por expertos como una vía que podría incrementar la politización de la justicia. El caso de la creación del Tribunal de Disciplina Judicial, si bien podría ser una herramienta para el control y vigilancia interna, también podría convertirse en un instrumento de presión si no se garantiza su autonomía y su funcionamiento transparente. Por ello, es necesario señalar, que no podemos aspirar a un Poder Judicial fuerte si las reglas de su vigilancia están sujetas a intereses políticos.

La baja participación ciudadana durante la jornada del 1 de junio, nos deja un mensaje: es indispensable comunicar mejor, construir pedagogía democrática, acercar la justicia a la vida cotidiana de las personas. No basta con instalar casillas; hay que instalar conciencia. De lo contrario, el riesgo es que estas reformas, por más profundas que parezcan, sean percibidas como ajenas o irrelevantes por una ciudadanía que no encuentra en ellas solución a sus problemas reales.

Hoy más que nunca, estamos llamados, gobierno, oposición, organizaciones civiles y ciudadanía en general, a preguntarnos qué tipo de justicia queremos y cómo la vamos a construir. No es momento de trincheras o de polarización, sino de responsabilidad compartida. Una justicia fuerte no se decreta ni se impone: se construye con instituciones sólidas, con ciudadanía vigilante y con un compromiso ético profundo de quienes tienen la misión de impartirla.

La elección de jueces puede ser una oportunidad histórica, pero también una advertencia. Si se elige bien, podremos abrir la puerta a una justicia más cercana y confiable. Si fallamos, estaríamos aportando al debilitamiento de uno de los pilares fundamentales del Estado de derecho. No se trata de rechazar el modelo por principio, ni de celebrarlo sin reservas. Se trata de mejorarlo, perfeccionarlo y blindarlo para que cumpla su verdadero propósito: garantizar justicia para todos, sin excepciones, sin colores, sin cálculos.

La historia apenas comienza. El desenlace dependerá de nuestra capacidad colectiva para entender que, en una democracia, el poder no solo se elige: también se exige, se vigila y se transforma.